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Rastros vacíos

Llegaste con una sonrisa como si no hubiera pasado nada, como si aún me quedara alma, como si todavía tuviera fuerzas. Me empapé de tu frescura falsa. Me buscaste y me dejé llevar una vez más. Sellé tu pacto con un beso, encontrando algo extraño que tanta falta me hacía. Ya era muy tarde para regresar y apenas empezaba la hora de la angustia profunda, silenciosa, desalmada, atroz. Me desvestí con coraje, enojada. Con cada prenda me despojaba también de la cordura y me entregaba a tus ganas. Estabas muy orgulloso. Me observabas perder el control desde las alturas de tu ego saciado. Mientras me sentías, hundí mis uñas en tu piel. Quería desollarte vivo y sólo conseguí aprisionar tus labios húmedos entre los míos, perseguir tu lengua envenenada. Quería matarte, irme, amarte o amarte y luego sólo desaparecer. Dejar de pensar, de existir, de ceder, de ser quien tú ordenabas. Entonces, me arrancaste mil lágrimas por cada movimiento. Sentí desesperación, coraje, nostalgia, pero nunca paz. Aún así te dejé continuar. Fundiéndonos una vez más, saboreando tu espíritu cruel, supe que nada había cambiado. Tú seguías siendo tú, yo seguía siendo yo y nosotros los mismos. Silencio. Angustia. Un sueño alejado y liviano. Una mañana sórdida y cansada. Un adiós insípido y lleno de incertidumbre.

Me quedé entre las sábanas maldiciendo la hora en que te abrí la puerta la noche anterior. Luego viajé automáticamente a nuestro principio. Te conocí cuando aún teníamos el alma pintada de azul. A los diecinueve años empezamos un romance inocente casi instantáneo. Conseguiste un trabajo en una compañía de transportes y cuando recibiste tu primer sueldo me propusiste matrimonio. Acepté sin emoción desbordante. A mí qué más me daba dejar una casa aburrida para irme en busca de otra cosa. Lo que fuera estaba bien. Nos instalamos en una casita a las afueras de la ciudad para empezar con simpleza una vida juntos. Ahora pienso que no nos conocíamos bien o tal vez aún no éramos reales. Me cuesta trabajo entender quiénes somos en realidad. ¿Siempre fuimos o nos hicimos? ¿De dónde salió tanta maldad? La imagen de ti y de mí, acomodando con ilusión nuestras pocas pertenencias en el primer hogar que compartimos, me parece parte de otra existencia.

Tu sueldo era muy bajo y pasabas mucho tiempo fuera de casa. Yo no estudiaba ni trabajaba. Con la ausencia de amigos en esa zona industrial grisácea, pasaba el día leyendo revistas estúpidas de artistas de moda y llenando crucigramas. Me aburría infinitamente y tu llegada no mejoraba la situación. Te empecé a culpar del tedio y un sutil odio se empezó a formar en lo profundo de mi alma. Te entristecías de mi apatía, pero nunca hiciste mucho por arreglarlo. Estabas demasiado inmerso en tratar de sobrevivir tu propia condena. Tú siempre me decías que desde que naciste te has sentido preso de un fatalismo inusual. Ahora sé que, incluso hoy que aparentas ser libre, aún sientes el peso de tus cadenas antes de dormir y a la hora de levantarte. Sobre todo si estás sólo.

Con un trabajo mediocre y una esposa indiferente, se te hizo fácil involucrarte en los negocios del vecino. ¿Qué tan difícil era prestar tus servicios al tráfico de drogas? Simplemente ayudarías a pasar mercancía en tu camión. Tu plan era ahorrar un poco de dinero y largarnos a algún lado. Cualquier lugar era mejor que esa prisión anodina junto a la carretera. Yo no me opuse. En esos tiempos lo que hicieras o dejaras de hacer me tenía sin cuidado. Estaba tan hastiada de todo y al mismo tiempo de nada. Sin embargo, no fue poco tiempo. Cada vez los jefes te daban más responsabilidades. Algo en tu estúpida cara de inocente les agradaba, les daba confianza.

Qué rico sabe el dinero, ¿verdad, cariño? No es fácil dejar una actividad que instantáneamente triplicó tu salario. La legalidad y tus principios morales los pudiste echar a la alcantarilla después de saborear la dulzura de tu primera compensación. Recuerdo que llegaste a casa cantando, me arrebataste del trance vacío de mi crucigrama y me empujaste sobre la cama. Estabas envuelto en un fervor perverso, nervioso como un roedor excitado. Depositaste besos cortos e inquietos en mi cara, sacaste de tus bolsillos una gran cantidad billetes y los aventaste al techo. Esa imagen vuelve a mi mente en cámara lenta: decenas de papel cayendo lentamente sobre nuestros cuerpos semidesnudos, como cálidas gotas de lluvia envenenadas.  Entonces entré yo también en la fiebre. A mí también me supo delicioso el dinero. Maldito y traidor dinero. Fuimos capaces de todo por él. Estábamos dispuestos a cualquier cosa con tal de que nos siguiera acariciando suavemente, poseyéndonos, haciéndonos suyos.

Yo desperté a una nueva vida y tú te volviste más sensual. El poder otorga a los hombres cierta sensualidad, aunque muchas veces es falsa.  De pronto, nos encontrábamos riendo en la cocina de nuestra nueva casa sólo porque sí. Nunca antes reíamos sin razón. Simplemente no reíamos. Ahora pasábamos los días en una euforia bizarra producto de la vida de placeres que el dinero nos regalaba. Empecé a participar. Quería ayudarte para que el dinero no se aburriera de nosotros y no nos abandonara. No me costaba trabajo entregar algún paquete, dar un mensaje o fungir como acompañante de alguno de tus socios. Tú y yo éramos un equipo, éramos perfectos. Nos levantábamos con un ímpetu temerario de los que se creen dueños del universo. Formamos un trío: tú, el dinero y yo. Era una relación sexual platónica sin celos. El objetivo era mantenernos juntos, apasionados, fuertemente empiernados y poseyéndonos el uno al otro sin descanso.

Meses después, llegó el primer prisionero a nuestra enorme casa con pisos de mármol. El trabajo era ocultarlo hasta nuevo aviso. Las cosas se complicaron y los jefes te ordenaron matarlo. Yo detuve su cuello mientras tú le cortabas la yugular con un cuchillo de cocina. Los ojos de aquél hombre me suplicaron piedad y yo no sentí nada. Lo que percibí fue tu miedo. Por un instante el pavor y el arrepentimiento te nublaron la mirada, pero el dinero te abrazó por la espalda y tiernamente te besó el cuello. Posó su mano en tu miembro y te tranquilizó. Lo único que conseguiste hacer fue mostrar esa sonrisa perversa y abalanzarte sobre mí. Me hiciste el amor ahí mismo, a los pies del muerto, mientras el dinero nos miraba y se excitaba. Estaba orgulloso del amor incondicional que sentíamos por él.

Ese fue el primero de muchos y subimos de nivel en la organización. Tú te convertiste en la mano derecha del jefe  y empezaste a ir a todos lados con él: mujeres, fiestas, intoxicación, atrocidades que ni siquiera podías imaginar. Creo que me mantuviste al margen de eso por protegerme o eso quiero creer. El hecho es que me quedaba sola mucho tiempo en casa. Otra vez el sentimiento de abandono me empezó a hacer daño, pero esta vez no podía refugiarme en revistas. Tal vez porque ya era demasiado tarde. Mi mente me estaba traicionando y las alucinaciones aumentaban cada día. Fantasmas de mis propios asesinatos me perseguían y tú no estabas para rescatarme. Sólo dormir los alejaba. Empecé a tomar pastillas y tranquilizantes de manera degenerada para poder soñar el mayor tiempo posible. Tú no te dabas cuenta de nada y yo poco a poco me hundía en el terror y el remordimiento. El dinero se fue contigo y, cuando empezó a ver mi decadencia, también me abandonó. Es ese tipo de entes que sólo se quedan contigo en las buenas y si flaqueas, te dejan como cualquier pedazo de insignificante chatarra.

Una noche con frío quise escapar de toda esa mierda. Salí corriendo con todos nuestros ahorros. Compré una casa lejos de ti  donde sabía que no ibas a buscarme y me dispuse a empezar una nueva vida. Quería una existencia normal, pero ¿cómo se puede ser ordinario después de tanta crueldad? Con mucho esfuerzo y unos ataques de pánico por las noches fui sobreviviendo. Aún no entiendo porque te extrañaba tanto. Era como si tanta oscuridad compartida nos hubiera unido para siempre. Me hacías falta porque no me sentía cerca a otras personas. Por más que me esforzara por hacer amistades, nunca me sentía comprendida o aceptada. Sólo tú me conoces realmente y aún así quieres estar a mi lado.

Me buscaste mucho tiempo  sin éxito, pero tú también me deseabas y me necesitabas a tu lado. El que busca encuentra y un día, al llegar a casa después de mi extenuante trabajo de mesera, me tropecé con tu aliento en la cocina. Tú no venías a quedarte y yo no pude pedirte que te fueras. Tu presencia fatídica era inevitable. Sin embargo, ya sabías donde vivía y yo estaba segura que esa visita no sería la última.

No sé qué es lo que te hace regresar y a mí recibirte. No es amor. Nunca lo fue. Yo creo que nos buscamos porque somos los únicos testigos fieles de nuestra existencia. Nos transformamos juntos en materia inservible. Tienes razón. Siempre fuimos oscuros. Como tú dices, la bajeza estaba en nosotros, sólo era cuestión de tiempo para que saliera a flote.  Tú vienes porque soy la única que te conoce desde hace tanto tiempo. Sé como eras antes de que te convirtieras en esto tan podrido. Si me esfuerzo aún te visualizo corriendo a  mis brazos con la ilusión en la mirada y un anillo de compromiso barato en las manos. Vienes porque te recuerdo lo que un día fuiste. Yo te acojo porque me ofreces una especie de seguridad enfermiza. Cualquier otra relación es falsa. Por lo menos sé que tú eres real. No tengo a nadie más. En mi vida sólo tú eres tangible. Lo único que ha persistido.

Aquí estoy una vez más arrepentida. La mañana está nublada. Aún siento la agrura de tus besos y, ahora, la opresión de tu ausencia. Me juro no volver a permitir que te apoderes de mi existencia. Trato de oprimir los deseos de mantenerte a mi lado sólo unos instantes más. Me siento sola y te odio aún más. ¿Por qué tuvo que ser así? Tú regresas porque en mis ojos puedes reflejarte como añoras. Yo te recibo porque, aunque lo aborrezca, sé que nunca me vas dejar. Tal vez, esto es amor.

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El quinto despertar de Minerva

Se descubrió mirando el atardecer detrás de unos enormes ventanales en un piso veintidós. No sintió miedo a pesar de que no entendía qué hacía desnuda en un departamento casi vacío y mirando un cielo de arco iris con consistencia de plasma. Parecía que en cualquier momento se iba a escurrir sobre una ciudad sórdida y gris. No recordaba otro atardecer ni otro cielo, mucho menos su cuerpo o el tono de su voz. Emitió un sonido lánguido desde su garganta virgen y sin entender el mecanismo, pronunció palabras cuyo significado conocía. Sus pensamientos eran imágenes desordenadas que aumentaban su confusión. Era su quinto nacimiento después de la maldición de la inmortalidad.

Un espinazo de frío le recorrió la espalda y miró a su alrededor para buscar abrigo. Encontró una manta azul turquesa y se cubrió con ella saboreando con cada poro de la piel la textura suave del algodón. Se quedó veinte minutos frente a la ventana, hipnotizada por la belleza de la muerte del día. De repente, las estrellas la salpicaron con un cansancio tan intenso que se quedó dormida sin querer. Soñó con paisajes, personas y circunstancias indescifrables. Despertó con la emoción de descubrir y revelar la verdad de un mundo totalmente nuevo y por lo tanto, excitante.

Pasó días enteros en un carrusel extremo de nuevas sensaciones. Comprendió que, por más que le explicara a la gente lo que ella apenas podía descifrar de su situación, las personas no la entendían y sólo la confundían más con sus preguntas sin repuesta. Entonces optó por vivir sin preocuparse por las razones. Fue una tarde lluviosa cuando se topó con esos ojos verdes. Se paralizó ante una mirada profunda que la envolvió completamente en una nube de vapor. Cualquier otra cosa parecía opaca ante la luz de ese hombre. “Minerva” le dijo una voz áspera que le hizo tiritar el cuerpo con una emoción totalmente diferente. Nunca nadie la había llamado por lo que desde ese momento sería su nombre.

Se descubre una y otra vez en situaciones extrañas, desnuda y en lugares incomprensibles. Nuevamente tiene que aprender a sobrevivir partiendo de la nada. Yo sigo sus pasos en todo momento, soy el único que sabe lo que le sucede. Hago lo necesario para que nadie sepa quien es y descubra nuestro secreto. Yo no la dejo en la misma vida más de dos meses. Es mi juguete y ella no lo sabe. Tampoco sospecha que al inhalar un gramo del polvo de su desintegración yo alargo mi encuentro con la muerte. Minerva es mi única diversión.

Siempre la dejo sola unos días. Yo sólo la observo en silencio con ansias locas de acercarme.  La amó y me encanta mirarla desenvolverse en lo desconocido. Me gusta como huele las frutas, cómo abre los ojos cuando se impresiona, cómo se asusta cuando algo la toma por sorpresa y cómo se conmueve con diversas situaciones que le arrancan sonrisas y lágrimas. Me impresiona su capacidad para sentir tan intenso, para emocionarse tanto. Me da un placer indescriptible su cara de confusión. No cabe duda que Minerva también explota mi sadismo. Ya me acostumbre a vivir con mi enfermedad mental, con mi obsesión de hundir mis dedos en su carne blanca.

¿Quién fuera ella para ser una niña eterna? Cuando la miro me pregunto en realidad qué es la niñez y afirmo que no es un estado físico, sino mental. La emoción de las primeras veces es el regalo de la vida para los niños, pero también para Minerva. Cualquiera que sepa lo que hago con ella, pensaría que soy cruel e infame. Sin embargo, yo estoy convencido que le estoy haciendo un favor, le estoy dando lo que una persona normal muere por tener y se frustra al no lograrlo: la emoción, la intensidad, la magnifica sensación de experimentar, las eternas primeras veces y el escape del arrepentimiento. Minerva no conoce el arrepentimiento porque nunca vive lo suficiente como para descubrir que algo hizo mal. Ella nunca se queda con las ganas de hacer algo porque no ha sido presa de los constreñimientos sociales. Nunca ha sido educada para actuar conforme a los absurdos preceptos morales. En su corta vida no se familiariza con los malditos “hubiera”. ¿Qué más puede pedir un ser humano que vivir apenas lo suficiente como para no perder la inocencia? Le estoy dando la libertad total.

Yo sigo vivo, pero envenenado por el arrepentimiento, la frustración y la insensibilidad. Ella es lo único que me emociona. Vivo a través de su ingenuidad y de su capacidad para disfrutar las cosas más simples de la vida. Sin mi niña- mujer no tendría caso mi existencia. Cómo aprender que ella es intocable, si siempre que el calor de otro cuerpo se queda en su piel por más de cinco minutos, se desintegra en mil diamantes molidos. En pocos minutos, del polvo traslúcido vuelve a formarse físicamente sin recordar nada, sin saber nada, como la primera vez.

En cada renacimiento hay cosas que no cambian. Recuerda cómo hablar, cómo caminar y sabe reconocer cuando tiene hambre y cuando tiene frío. Sabe para qué sirven las cosas y no se impresiona de los autos, los edificios, las llaves de agua. Sin embargo, no reconoce a las personas, no se acuerda de los sentimientos o de las conjeturas acerca de la vida. No recuerda las ideas que formuló en su corta vida pasada, ni las conclusiones que obtuvo de algún aspecto. Tiene que generar nuevas opiniones. Es curioso cómo ante los mismos estímulos, sus respuestas son iguales a las de su vida anterior. Su esencia, sus sentimientos, sus impulsos y sus deseos no cambian. Siempre se vuelve a enamorar de mí.

Así como disfruta de cada día cómo si fuera el último, también comete los mismos errores una y otra vez. Se vuelve a enamorar de mí. Yo la conquisto con las cosas que se que le gustarán y luego empezamos juntos el juego de la seducción. Se avienta al huracán de sentimientos sin ataduras, hasta que, presa de la necesidad de su espíritu por juntarse con el mío, me deja amarla. Así la mato.

Los racionalistas asegurarían que su existencia es una locura, pero lo irracional es confiar en el aprendizaje colectivo. Ella no sabe nada de historia. El año 3015 de su quinto renacimiento no significa nada. Tantas veces he escuchado “vive cada día cómo si fuera el último”, Minerva lo hace cómo si fuera el primero. El objetivo de ambas posiciones es la búsqueda de la intensidad. La diferencia es que Minerva no vive intenso por la incertidumbre de morirse al día siguiente, sino simplemente por la pasión de sentir. Su audacia es más real.

Las tardes lluviosas cargan una tonelada de nostalgia en el aire. Minerva tiene el alma romántica. Siempre busca inconscientemente las situaciones que fuerzan sus sentidos y la muerte por amor. Es por eso que escojo los recuerdos inexistentes inmersos en el olor a lluvia y en el gris del cielo para acercarme a ella por primera vez. La primera mirada marca el inicio de su muerte, tan lenta o rápida como a mí se me antoje. Me es difícil contener las ganas de tener su figura delgada en mis brazos y estrecharla con ternura hasta sentirla desvanecer. Es entonces cuando su mirada se vuelve tan vulnerable que le da un atractivo lascivo casi fatal. La bautizo en el nombre de la fuerza con la que nos vamos a querer: Minerva mi fuente de vida, Minerva mí víctima perfecta, Minerva mi diosa inmortal…

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