Archivo de la categoría: Unos cuantos cuentos

Clínica dental “Los Tres Hermanos”

dentista muela

Era el gran día de la boda de María. Todos estábamos seguros que sería la primera de la facultad en casarse, pero se tardó más que la mayoría. Yo misma estaba impresionada de encontrarme ahí, subida en un par de tacones y acompañada de mi esposo. La familia de María es multimillonaria. Cómo olvidar las grandiosas fiestas que ofrecía en el jardín de su mansión cada fin de año. Aun así, decidieron casarse en un pueblo bicicletero. Al parecer el novio es oriundo de esa zona. La decoración del banquete gritaba elegancia y María, aunque un poco regordeta, lucía radiante. Afuera, las calles polvosas, el ajetreo del mercado sabatino y los niños mocosos acompañaban el rebuzno de un burro cansado.

Yo estaba nerviosa. Las reuniones con los exalumnos de la universidad siempre me producen terror. Me tardé meses en escoger mi vestido y en preparar el guión del teatro que se avecinaba en donde todos los invitados seríamos actores. No quería verme gorda, fea o fracasada. No quería que notaran que a veces me siento cansada de mi cotidianidad. Tengo un trabajo bien pagado, un marido, una casa heredada, comidas familiares los domingos y ya. No hay nada malo en mi vida, pero tampoco algo extraordinario. Estoy lejos de la existencia gloriosa que algún día imaginé.  Quejarme sería un sacrilegio. Sin embargo, me siento avergonzada de no tener cosas que presumir ante mis antiguos compañeros de clases, fiestas y sueños. El presente me da más nostalgia que aquellos buenos tiempos. Es el sabor melancólico inmerso en cada maldito respiro. Cómo soportar el vacío que deja la vida cuando sucede.

Nos sentamos en una mesa con desconocidos y un enorme arreglo floral al centro. Al parecer, estabamos con los primos del novio.  La verdad es que el vestido me mataba lentamente. Estaba apretada. Me había puesto una faja para ocultar mi barriga indiscreta. Mi marido, Jorge,  siempre ha sido un tipo callado por no decir aburrido, pero aquel día había decidido jugar al mudo. La espera de los recién casados pasó entre sonrisas forzadas, silencios incómodos y Jorge tomando bastante rápido. Después de la ovación inicial, los meseros hicieron un cómico baile en la pista para anunciar el inicio del festín. Sirvieron, como primer plato, una entrada de cangrejo. Me desesperé al no poder sacar la carne con el cubierto indicado y, cuidando que nadie me viera, me metí una pata completa a la boca para tratar de triturarla con los dientes. Al primer intento, escuché algo quebrarse y no fue precisamente el crustáceo; fue mi muela derecha. Escupí ante la mirada confundida de mi marido y entre los dos buscamos en el bolo alimenticio el pedazo de diente. Jorge lo tomó entre sus dedos. Había perdido la mitad de mi muela y el dolor era intenso.

Te voy a llevar a una clínica dental aquí cerca, dijo un primo lejano, seguro te dejan lista en media hora y puedes regresar a disfrutar la fiesta. Yo estaba dudosa. Prefería aguantar un rato y luego irnos a casa temprano. Al día siguiente podría ir con mi dentista de confianza. Toda la mesa insistió y Jorge me dijo que tenía ganas de bailar. Mi marido y yo nunca bailabamos porque a él no le gusta, así que esa promesa terminó por convencerme. Te la regreso en cuarenta minutos, dijo el pariente del novio. Jorge trató de acompañarnos, pero yo insistí en que se quedara. Nos subimos en una camioneta con la parte trasera descubierta y las llantas altas.

Eran las tres de la tarde y el mercado estaba en su apogeo. Avanzamos entre el bullicio de los marchantes hasta llegar a una puerta de madera detrás de los puestos de ropa y zapatos. Yo tenía que caminar con la mano en el cachete porque el dolor se hacía cada vez más insoportable. Así es el dolor de muelas: constante, agudo e imposible de sobar. Igualito al mal de amores. En la parte superior había un letrero oxidado: Clínica Dental “Los Tres Hermanos”. Ya llegamos, dijo mi guía mientras tocaba la puerta, ya verás que mis tíos te van  a dejar como nueva. Nos abrió un anciano. Yo le calculé unos 70 años. Por eso me asusté cuando dijo que esperáramos mientras le hablaba a su hermano mayor, él era el que sabía de muelas.

El primo del novio se regresó a la fiesta sin antes decirme que no me preocupara porque estaba en buenas manos. Me quedé sola en medio del mercado de un pueblo mugriento, esperando a un doctor que podría ser mi bisabuelo. El punzón en mi muela se tornaba cada vez más agresivo y esa clínica era mi única opción. Así que me dispuse a ser paciente y esperar. Abrió otro viejo y me indicó que me sentara en una silla reclinable. Aquel cuarto estaba muy lejos de ser un consultorio. Solamente había un tambo con agua turbia, una silla que escupía el hule espuma y un pulmón de metal con instrumentos dentales. Así que se rompió la muela, déjeme ver cómo está el asunto. Abrí la boca y tuve que aspirar el aliento agrio de aquel desconocido. Su diagnóstico fue certero: tiene un hoyo en la muela. La vamos a preparar para que cuando mi hermano venga arregle este asunto.

Llegó el otro viejo, el primero, y con suavidad me quitó los zapatos. Me sujetó los tobillos con dos cinturones de cuero. Cuando me resistí, me miró con fuerza y me dijo: es el procedimiento. Hizo lo mismo con mis muñecas. El dolor me estaba distrayendo. Lo único que yo quería era que me quitaran el sufrimiento. Después, entre los dos, lavaron con el agua percudida los instrumentos. Es importante mantener la higiene. Yo no podía estar más de acuerdo con esa aseveración. Luego me separaron los labios y me colocaron un armatroste para matener la boca abierta. El metal es el material más agresivo. Me estaba lastimando la piel de las mejillas. En esa posición tuve que esperar unos minutos. La eternidad se mide en instantes de tortura.

Por fin llegó el hermano mayor. Usaba unos lentes de fondo de botella y la mano le temblaba. Vamos a ver, dijo mientras metía el puño entero en mi boca. Los otros dos lo observaban trabajar tomados de la mano, temblando y riéndose emocionados.  Primero hay que limar un poco, luego limpiar muy bien para deshacernos de las posibles bacterias, quitar lo que molesta y listo. El dentista tomó el taladro dental y comenzó a lijar la muela izquierda como si estuviera talando un arbol con una sierra eléctrica super potente. Creo que olvidó la anestecia. El sonido de este aparato siempre me irrita, pero este chillaba más agudo. Yo traté de decirle que estaba equivocado, que la muela mala era la otra, pero el armatroste no me premitía hablar. Entonces, empecé a balbucear. Entiendo, puede resultar un poco doloroso. No se preocupe, le voy a poner anestecia. Con una seña, le ordenó a su hermano que le trajera la inyección correcta. Le voy a poner triple dosis para que no sienta nada, yo pueda trabajar tranquilo y usted deje de gritar. Tan solo el grosor de la aguja me produjo escalofríos. Todo estaba sucediendo demasiado rápido. Cerré los ojos y enterré las uñas en la silla mientras sentía como un aguijón de avispa mutante se inmiscuía en mi encía. El dentista siguió triturando la muela equivocada. Yo, por lo menos, ya no sentía nada. Se me había dormido casi toda la cara desde la nariz hasta la garganta. Sin embargo, no podía permitir que me destrozara la muela sana.

Me concentré para preparar un grito desde lo más profundo de mi ser. Respiré hondo por la nariz y ningún sonido salió de mi garganta. Noté también que no me podía mover. El mismo hormigueo de mi cara estaba esparcido por todo mi cuerpo. ¿Qué clase de anestecia era esa? Veía tres figuras borrosas utilizando aparatos cada vez más grandes y metiendo sus manos en mi boca. El punto más agudo de la desesperación es la impotencia. Lo último que recuerdo es ver cómo sus anteojos del siglo pasado se manchaban de sangre. Mi sangre en su piel llena de lunares y arrugas. Mi sangre en sus supuestas batas de doctores. Mi sangre en el mugroso suelo de tierra.

Cuando volví de aquel ensueño ácido y terrorífico, estaba en medio de la pista de baile de la boda de María. Bailaba un  frenético rock ‘n’ roll con mi marido. Sus brazos me jalaban de un lado al otro haciendome girar de vez en cuando. Reía. El resto de los invitados hacían un círculo a nuestro alrededor aplaudiendo nuestros pasos de baile. Yo parecía estar bastante drogada; en una perfecta combinación de varias gotas de ritalin y whiskey. Me sentía muy bien. Incluso miré a Jorge con amor y él me respondió con el mismo gesto. Después de todo, talvez mi vida no estaba tan vacía. ¿Quién necesita una existencia extraordinaria cuando hay música y amor?

Al terminar la canción de nuestra propia gloria fuimos a la mesa a tomar una cerveza para refrescarnos. ¿Segura te sientes bien?, me preguntó Jorge mientras me limpiaba la sangre que escurría de mis encías. ¿A qué te refieres?, contesté. Entonces tomé el espejo de mi bolso. Se me escapó un grito de horror. Toda mi cara estaba rajada y con moretones de colores que iban del amarillo al negro. Abrí mi boca y no tenía un solo diente. Me habían sacado todos y tenía hilos colgando del paladar. En ese instante aprendí a reirme de mí misma. Por lo menos no me duele, pensé. Empezó nuestra canción favorita. Esa que bailabamos intoxicados a las tres de la mañana cuando eramos novios y estabamos en la universidad. Por instinto, corrimos a la pista a bailar. Bailar hasta morir. Hasta dejar de entender.

Etiquetado , , ,

Muertos de algo

Esta casa pronto olerá a muerto. Parece que fue ayer cuando vibraba con el sonido de los hielos cayendo en las copas de los invitados. Muchas risas, mucha música y demasiada hipocresía. Eran los fabulosos años cincuenta en una Ciudad de México que se revitalizaba con cada punzada del desarrollo estabilizador. Era cuando grandes arquitectos construían majestuosas mansiones sobre un terreno de roca volcánica al sur de la ciudad. Era cuando algunos saborearon el éxito y se regocijaron en la trampa de sentirse magníficos, casi invencibles.

Hoy la tarde ilumina agresivamente el cuerpo hinchado  de Alejandro Cisneros. No puede evitar mirar el jardín y sentir lágrimas imposibles. En un segundo, toda la vida pasa por su mente. Recuerda el día en que él y su joven esposa visitaron el terreno por primera vez. Su empresa constructora iba muy bien. Pudo comprar el lote y dejar que su amigo, que aún no ganaba el Premio Pritzker,  construyera una casa llena de madera, color rosa intenso y talavera.

Se mudaron a la casa del Pedregal un mes de abril. Los Cisneros abrieron decenas de cajas de champaña. Hicieron una gran fiesta en el jardín a la cual asistieron todos sus amigos cercanos: emprendedores aún inocentes que pocos años después se convertirían en la clase alta y refinada de una sociedad cada vez más desigual. Señoras con peinados altísimos que día a día se esforzaban  por ser el ama de casa perfecta, discutían entre tragos tropicales la mejor forma de  mantener  el control de un séquito de sirvientes uniformados. También estaba ella: violenta, experta, terrible, adorable y perversa.

Alejandro la seguía con la mirada desde la primera vez, cuando ella todavía usaba calcetas. Le gustaba observarla desde lejos e imaginar las cosas que le haría más tarde o al día siguiente. Esa mujer era toda suya justo en el momento en que cerraba los ojos, dejaba de respirar y sus entrañas temblaban. Mientras, disfrutaba la espera. Antes de ella no conocía la delicia en la paciencia. Pronto se verían donde siempre.  A Dolores no le importaba la suciedad de aquel hotel en el centro donde sólo iban las prostitutas. Esa noche de fiesta, tocó la Orquesta de Ingeniería.

Después vinieron los hijos y más dinero. Muchas veces los miró dormir mientras se prometía darles la mejor vida. Nunca les faltaría nada. Con una casa esplendorosa, unos niños bien vestidos, uno que otro coche último modelo, una esposa católica, un trabajo bien remunerado y unos amigos divertidos, Don Alejandro era el sabor exacto del éxito. Eso pensaban los demás.  Los jueves eran de póker, los viernes iba al cabaret de moda, los sábados jugaba golf y los domingos ofrecía una gran comida para familiares y amigos. Un cocktail, una fiesta en la alberca y unas vacaciones en Acapulco rellenaban su existencia de pequeños bloques considerados la expresión más cercana a la felicidad. Un enfermero interrumpe su visión.

-Don Alejandro, lo voy a cargar para llevarlo a la sala. Tiene visitas.

El hombre fuerte vestido de blanco toma al viejo entre sus brazos y lo deposita en un sillón de terciopelo.  Alejandro se deja transportar con resignación. De sus ojos escapa un grito de dolor. No le gusta el movimiento. Quiere quedarse sentado y dormir. Cerrar los ojos y dormir profundamente.

Entran en la habitación su esposa, su hijo y sus dos nietas. Tienen que desviar la vista de todas las agujas y sondas incrustadas en la piel del enfermo para no realizar alguna mueca incorrecta que delate su asco. Todos sentían impotencia y frío. Lástima. Le habían hecho una traqueotomía para retirar las secreciones purulentas de los pulmones, facilitar la respiración y ayudarle a hablar. En una incisión en el cuello, debajo de la manzana de Adán, colocaron una cánula. Cada vez que quería pronunciar una palabra debía poner el dedo en  aquel orificio artificial. El aire no pasaba libremente por las cuerdas vocales, por lo tanto realizaba un esfuerzo brutal para poder emitir un sonido bajo y rasposo, acompañado de una asfixia y un viento tenebroso. pfff pfff El soplo escapaba de un tubo de plástico ensangrentado con cada conato de palabra. pfff pfff

-pfff pfff. ¿Qué hacen todos aquí? pfff pfff Es sábado. Si no trabajan en sábado son unos inútiles. Están perdidos en la vida. pfff pff Igual que los negros y las mujeres, ustedes no saben  trabajar.

-Vinimos a verte. ¿Cómo te sientes, abuelo?-  exclama tímidamente su nieta Penélope.

Don Alejandro levanta la vista para mirarla. Penélope está despeinada y por debajo de su falda de colegiala se asoman unas rodillas llenas de moretones. Salvaje y testaruda, piensa el viejo, como Dolores. Ahora, en medio de la decrepitud, los huesos podridos, la agrura de las medicinas y la cánula violando su garganta, no tiene ganas de ofrecer ternura. A veces piensa que ha estado muerto desde hace mucho. Desde que olvidó el sabor de la saliva de esa mujer. La que se aferraba a su cinturón como si fuera el último suspiro de vida antes de descender en espiral hacía el vacío.

Sólo le da miedo la oscuridad. Las sombras revolotean alrededor de su cama igual que el día en que se encerró en su despacho y acarició su lengua con una pistola. Su empresa quebró durante la crisis. Jamás se pudo recuperar. Su hijo los mantenía y era más de lo que podía soportar.  Lo único que quedaba de aquella época de opulencia era la casa con pisos de madera, paredes rosas, baños de talavera, tres salas inmensas, el comedor casi siempre vacío y una hiedra devorando los recuerdos engranados en las paredes de roca volcánica. Ahora ya nada importa. Solamente el recuerdo de los muslos de aquella mujer. No se reprocha las cosas que hizo, sino lo que dejó pendiente. Debió haber jalado el gatillo.

Su mente vuelve a la fiesta que inauguraba la nueva casa hace casi cincuenta años. Esa fue la última vez. Dolores era la mujer de su mejor amigo. Mientras todas pasaban horas en el salón de belleza, usaban vestidos ceñidos a la cintura y sostenes llenos de alambres, el caminar de Dolores salpicaba agua simple  y turbulenta. Aún así, se quitaba las medias como un suave lengüetazo, como los ojos entrecerrados de un gato.

Todos hablaban y bailaban. En el cuarto de herramientas atrás del jardín, dos vasos se rompieron en pedazos después de un fuerte impacto contra el suelo. Ahí dentro, pudo haber nacido el principio del caos.  Alejandro y Dolores se encontraron en esa oscuridad con el alma húmeda. Nos van a ver, murmuraba, pero a los tentáculos inquietos que la mallugaban no parecía importarles. Alejandro reía. Extrañamente cuando estaba cerca de ella siempre reía. Tenía constantemente la sensación del ahora o nunca. Siempre escogía el ahora. Dolores quiso resistir, pero cuando sus propias manos se encontraron con aquel cinturón de piel exótica, cerró los ojos y despertó. Alejandro desgarró la ropa interior. Le mordió el hombro. Esta vez, no le importó dejar marcas. Querían llegar tan profundo como les fuera posible porque lo sabían: era la última vez. Gritaron para ser descubiertos, pero no sucedió.

Su nieta pregunta algo, debe responder.

-pfff pfff ¿Qué no me ves? pfff pfff ¿Para qué preguntas? Todos ustedes  son pfff pfff unos muertos de hambre.

Oaxaca is a very pretty city

ImageCuando iba en la primaria, las maestras me obligaron a hacer una ridícula presentación. Cada alumno se tenía que vestir con el traje típico de alguna región del mundo, tomarse de la mano y cantar. Yo representaba al estado de Oaxaca. Como siempre me sacaba muy buenas calificaciones (asco), tuve el honor de dar un pequeño discurso en inglés ante el público asistente. Recuerdo que lo ensayé una y otra vez. Mi madre lavaba los trastes de la comida. Escuchaba el agua y el choque de un vaso contra el otro. Era una tarde luminosa en mi casa de la infancia. Esa casa en el sur de la ciudad que en el jardín tenía un colorín. Practicaba mientras frotaba las semillas en el piso y me quemaba suavecito el dorso de la mano. Más de veinte años han pasado y aún recuerdo las palabras exactas y el delicioso ardor en mi piel. Oaxaca is a very pretty city. Some of its typical dishes are mole and quesillo. If you go there, don´t forget to visit Monte Alban, Mitla and Santo Domingo.

Ayer por la tarde llegué a la ciudad de Oaxaca. No precisamente a atender las recomendaciones tan divertidas de aquel discurso, sino a una reunión de trabajo. Nunca me ha gustado estar sin compañía en un cuarto de hotel. Como no soy de esas que ve la tele, de repente me encuentro acostada en la cama mirando el techo pensando en nada. La mente se me llena de agua cuando me encierro a solas en una habitación que no es la mía. Mejor voy por algo de comer.

 Me subí en un taxi y pedí que me llevara al centro. Caminé hasta el zócalo y ahí, sentada en las escaleras del kiosko, la vi. Por supuesto, la encontré fumando. Traía esos lentes grandes que utilizaba en los ochenta, una blusa bordada y sus espantosos huaraches de llanta. No puede ser, pensé, mi madre murió hace casi tres años. Mi primera reacción fue acercarme. Quería mallugar su brazo para ver si era real.  Era increíble lo que mis ojos captaban. Me senté en la banca de enfrente. Definitivamente era ella. Quería tirarme a sus brazos y sólo conseguí seguirla mirando. Ella apagó su cigarro y empezó a caminar. Yo la seguí sin atreverme a hablarle. ¿Qué le iba a decir?

Se veía más joven que el día de su muerte, pero no cabía duda que era ella. Caminaba con el mismo paso sincero. La seguí por las calles de colores, pisando las piedras y haciendo vibrar los barrotes de hierro en las ventanas. Mi corazón palpitaba. Estaba tan contenta de verla. No entendía nada, pero en ese momento tan dulce era lo que menos importaba. Llegamos al andador de Alcalá. La noche alcanzó los vestidos rojos de las indígenas que venden artesanías. Mi mamá les sonreía. Se probó un listón para el pelo y lo compró.

Justo al llegar a la iglesia de Santo Domingo, apresuré el paso y con una mano temblorosa le toqué el hombro izquierdo. Ahí donde siempre me dijo que habitaban sus ángeles. Mamá, le dije. Ella volteó confundida, como si nunca en la vida me hubiera visto. Soy yo, insistí. La verdad esperaba un fuerte abrazo de rencuentro. No cualquier día descubres que los muertos están vivos, pero habitan en otra ciudad.  Creí que nunca volvería a verte. Creí que estabas muerta. Yo misma vi su cuerpo inerte antes de que lo quemaran y convirtieran en ceniza. Yo estaba ahí cuando su corazón dejó de latir. Pude sentir como se puso fría y se endureció, poco a poco, al ritmo  de la desolación. ¿Qué significa un segundo justo después de morir?

La mujer se tardó mucho en responder. Yo no tengo hijos y ni siquiera te conozco. ¿Te sientes bien? ¿Quieres que te lleve al hospital? Mi mamá me estaba mintiendo. Claro que era ella. Incluso olía a tabaco y a yerbabuena. No entendía a qué estaba jugando. Tal vez estaba en problemas, había fingido su muerte  y ahora actuaba para protegerme. También estaba la posibilidad de algún tipo de amnesia. Sin embargo,  sus ojos color uva gritaban desconcierto.  La mujer no me reconocía.  Disculpe, señora, no quisiera importunarla, pero es que estoy segura que usted es mi madre. Me alegra que esté viva y me da mucho gusto encontrarla en la calle.

Yo estaba consciente de lo absurdo que sonaban mis palabras. Decía puras incoherencias. Ella, mi madre que aseguraba no serlo, no le habló a la policía ni se alejó corriendo. En vez, me invitó a tomar un mezcal. Mi mamá no tomaba, le dije. Que no soy tu madre, niña loca. ¿Vienes o no? No tenía opción. Fui.

Nos sentamos en una pequeña mesita con una vela en el centro, una frente a la otra. No podía creer que la tuviera tan cerca. Nos mirábamos. Podía escuchar su respiración. Era ella. Movía las manos de la misma manera. Pidió dos de la casa y los saboreamos con naranja. Has cambiado, pensé, hasta comes polvo de gusano. Pero tu voz se escucha igual de dulce. Nunca había notado todo lo que brillan tus ojos. Mamá, no quiero que esta noche acabe nunca.

Igual que siempre, jugaba con su pelo y se llevaba las manos a la boca cuando reía. Todo era tan natural que olvidé mi confusión. Me preguntó acerca de mi vida y le conté todo lo que había sucedido en estos años que habíamos estado separadas. Le dije que había vuelto a México y que cada vez estaba más enamorada de mi esposo. Tenías razón, mamá, es un buen hombre. Le conté que nos estábamos mudando a nuestra casa nueva y que me hacía falta en la instalación. Quisiera ser como tú, pero no puedo ni colgar un cuadro. Sí, mi papá está bien y le gusta recordar tu voz. Le expliqué también lo que hacía en el trabajo y como pensaba en ella con cada detalle absurdo. Le hice un resumen de la vida de todos los que me rodeaban. Supuse que querría saber de ellos. Hablé, hablé y hablé. Lo bueno es que con tanta emoción,  no olvidé mencionarle cuánto la había extrañado.

No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijo que era tarde y se tenía que ir. Cuando pidió la cuenta me invadió la angustia. No la quería perder nuevamente. No podía dejar que se fuera. Le pedí su dirección, su teléfono. A mi papá también le gustaría verte, la traté de convencer.  La mujer seguía asegurando que no era mi madre. Perdón, pero no le doy esos datos a cualquier extraña. Me dio gusto conocerte, pero ya me tengo que ir. Pagó la cuenta y salió del bar. Sentí lágrimas desesperadas llegar con una velocidad sorprendente hasta mi cuello. Salí corriendo tras ella. Me tiré al piso y la agarré de la pierna. No me puedes dejar. No puedo soportarlo. Otra vez no, mamá, por favor.

Ella trató de liberarse de mi abrazo enfermizo. Yo no la podía dejar ir. No me importó comportarme como una loca. Me miró con ternura. Casi pude escuchar un “mi pequeña”. Puso su mano rasposa en mi cara. Esa que yo conocía tan bien. Me dijo que no debía aferrarme tanto a los cuerpos. No te dejes engañar, Ximena, sí se puede vivir del recuerdo.

Rastros vacíos

Llegaste con una sonrisa como si no hubiera pasado nada, como si aún me quedara alma, como si todavía tuviera fuerzas. Me empapé de tu frescura falsa. Me buscaste y me dejé llevar una vez más. Sellé tu pacto con un beso, encontrando algo extraño que tanta falta me hacía. Ya era muy tarde para regresar y apenas empezaba la hora de la angustia profunda, silenciosa, desalmada, atroz. Me desvestí con coraje, enojada. Con cada prenda me despojaba también de la cordura y me entregaba a tus ganas. Estabas muy orgulloso. Me observabas perder el control desde las alturas de tu ego saciado. Mientras me sentías, hundí mis uñas en tu piel. Quería desollarte vivo y sólo conseguí aprisionar tus labios húmedos entre los míos, perseguir tu lengua envenenada. Quería matarte, irme, amarte o amarte y luego sólo desaparecer. Dejar de pensar, de existir, de ceder, de ser quien tú ordenabas. Entonces, me arrancaste mil lágrimas por cada movimiento. Sentí desesperación, coraje, nostalgia, pero nunca paz. Aún así te dejé continuar. Fundiéndonos una vez más, saboreando tu espíritu cruel, supe que nada había cambiado. Tú seguías siendo tú, yo seguía siendo yo y nosotros los mismos. Silencio. Angustia. Un sueño alejado y liviano. Una mañana sórdida y cansada. Un adiós insípido y lleno de incertidumbre.

Me quedé entre las sábanas maldiciendo la hora en que te abrí la puerta la noche anterior. Luego viajé automáticamente a nuestro principio. Te conocí cuando aún teníamos el alma pintada de azul. A los diecinueve años empezamos un romance inocente casi instantáneo. Conseguiste un trabajo en una compañía de transportes y cuando recibiste tu primer sueldo me propusiste matrimonio. Acepté sin emoción desbordante. A mí qué más me daba dejar una casa aburrida para irme en busca de otra cosa. Lo que fuera estaba bien. Nos instalamos en una casita a las afueras de la ciudad para empezar con simpleza una vida juntos. Ahora pienso que no nos conocíamos bien o tal vez aún no éramos reales. Me cuesta trabajo entender quiénes somos en realidad. ¿Siempre fuimos o nos hicimos? ¿De dónde salió tanta maldad? La imagen de ti y de mí, acomodando con ilusión nuestras pocas pertenencias en el primer hogar que compartimos, me parece parte de otra existencia.

Tu sueldo era muy bajo y pasabas mucho tiempo fuera de casa. Yo no estudiaba ni trabajaba. Con la ausencia de amigos en esa zona industrial grisácea, pasaba el día leyendo revistas estúpidas de artistas de moda y llenando crucigramas. Me aburría infinitamente y tu llegada no mejoraba la situación. Te empecé a culpar del tedio y un sutil odio se empezó a formar en lo profundo de mi alma. Te entristecías de mi apatía, pero nunca hiciste mucho por arreglarlo. Estabas demasiado inmerso en tratar de sobrevivir tu propia condena. Tú siempre me decías que desde que naciste te has sentido preso de un fatalismo inusual. Ahora sé que, incluso hoy que aparentas ser libre, aún sientes el peso de tus cadenas antes de dormir y a la hora de levantarte. Sobre todo si estás sólo.

Con un trabajo mediocre y una esposa indiferente, se te hizo fácil involucrarte en los negocios del vecino. ¿Qué tan difícil era prestar tus servicios al tráfico de drogas? Simplemente ayudarías a pasar mercancía en tu camión. Tu plan era ahorrar un poco de dinero y largarnos a algún lado. Cualquier lugar era mejor que esa prisión anodina junto a la carretera. Yo no me opuse. En esos tiempos lo que hicieras o dejaras de hacer me tenía sin cuidado. Estaba tan hastiada de todo y al mismo tiempo de nada. Sin embargo, no fue poco tiempo. Cada vez los jefes te daban más responsabilidades. Algo en tu estúpida cara de inocente les agradaba, les daba confianza.

Qué rico sabe el dinero, ¿verdad, cariño? No es fácil dejar una actividad que instantáneamente triplicó tu salario. La legalidad y tus principios morales los pudiste echar a la alcantarilla después de saborear la dulzura de tu primera compensación. Recuerdo que llegaste a casa cantando, me arrebataste del trance vacío de mi crucigrama y me empujaste sobre la cama. Estabas envuelto en un fervor perverso, nervioso como un roedor excitado. Depositaste besos cortos e inquietos en mi cara, sacaste de tus bolsillos una gran cantidad billetes y los aventaste al techo. Esa imagen vuelve a mi mente en cámara lenta: decenas de papel cayendo lentamente sobre nuestros cuerpos semidesnudos, como cálidas gotas de lluvia envenenadas.  Entonces entré yo también en la fiebre. A mí también me supo delicioso el dinero. Maldito y traidor dinero. Fuimos capaces de todo por él. Estábamos dispuestos a cualquier cosa con tal de que nos siguiera acariciando suavemente, poseyéndonos, haciéndonos suyos.

Yo desperté a una nueva vida y tú te volviste más sensual. El poder otorga a los hombres cierta sensualidad, aunque muchas veces es falsa.  De pronto, nos encontrábamos riendo en la cocina de nuestra nueva casa sólo porque sí. Nunca antes reíamos sin razón. Simplemente no reíamos. Ahora pasábamos los días en una euforia bizarra producto de la vida de placeres que el dinero nos regalaba. Empecé a participar. Quería ayudarte para que el dinero no se aburriera de nosotros y no nos abandonara. No me costaba trabajo entregar algún paquete, dar un mensaje o fungir como acompañante de alguno de tus socios. Tú y yo éramos un equipo, éramos perfectos. Nos levantábamos con un ímpetu temerario de los que se creen dueños del universo. Formamos un trío: tú, el dinero y yo. Era una relación sexual platónica sin celos. El objetivo era mantenernos juntos, apasionados, fuertemente empiernados y poseyéndonos el uno al otro sin descanso.

Meses después, llegó el primer prisionero a nuestra enorme casa con pisos de mármol. El trabajo era ocultarlo hasta nuevo aviso. Las cosas se complicaron y los jefes te ordenaron matarlo. Yo detuve su cuello mientras tú le cortabas la yugular con un cuchillo de cocina. Los ojos de aquél hombre me suplicaron piedad y yo no sentí nada. Lo que percibí fue tu miedo. Por un instante el pavor y el arrepentimiento te nublaron la mirada, pero el dinero te abrazó por la espalda y tiernamente te besó el cuello. Posó su mano en tu miembro y te tranquilizó. Lo único que conseguiste hacer fue mostrar esa sonrisa perversa y abalanzarte sobre mí. Me hiciste el amor ahí mismo, a los pies del muerto, mientras el dinero nos miraba y se excitaba. Estaba orgulloso del amor incondicional que sentíamos por él.

Ese fue el primero de muchos y subimos de nivel en la organización. Tú te convertiste en la mano derecha del jefe  y empezaste a ir a todos lados con él: mujeres, fiestas, intoxicación, atrocidades que ni siquiera podías imaginar. Creo que me mantuviste al margen de eso por protegerme o eso quiero creer. El hecho es que me quedaba sola mucho tiempo en casa. Otra vez el sentimiento de abandono me empezó a hacer daño, pero esta vez no podía refugiarme en revistas. Tal vez porque ya era demasiado tarde. Mi mente me estaba traicionando y las alucinaciones aumentaban cada día. Fantasmas de mis propios asesinatos me perseguían y tú no estabas para rescatarme. Sólo dormir los alejaba. Empecé a tomar pastillas y tranquilizantes de manera degenerada para poder soñar el mayor tiempo posible. Tú no te dabas cuenta de nada y yo poco a poco me hundía en el terror y el remordimiento. El dinero se fue contigo y, cuando empezó a ver mi decadencia, también me abandonó. Es ese tipo de entes que sólo se quedan contigo en las buenas y si flaqueas, te dejan como cualquier pedazo de insignificante chatarra.

Una noche con frío quise escapar de toda esa mierda. Salí corriendo con todos nuestros ahorros. Compré una casa lejos de ti  donde sabía que no ibas a buscarme y me dispuse a empezar una nueva vida. Quería una existencia normal, pero ¿cómo se puede ser ordinario después de tanta crueldad? Con mucho esfuerzo y unos ataques de pánico por las noches fui sobreviviendo. Aún no entiendo porque te extrañaba tanto. Era como si tanta oscuridad compartida nos hubiera unido para siempre. Me hacías falta porque no me sentía cerca a otras personas. Por más que me esforzara por hacer amistades, nunca me sentía comprendida o aceptada. Sólo tú me conoces realmente y aún así quieres estar a mi lado.

Me buscaste mucho tiempo  sin éxito, pero tú también me deseabas y me necesitabas a tu lado. El que busca encuentra y un día, al llegar a casa después de mi extenuante trabajo de mesera, me tropecé con tu aliento en la cocina. Tú no venías a quedarte y yo no pude pedirte que te fueras. Tu presencia fatídica era inevitable. Sin embargo, ya sabías donde vivía y yo estaba segura que esa visita no sería la última.

No sé qué es lo que te hace regresar y a mí recibirte. No es amor. Nunca lo fue. Yo creo que nos buscamos porque somos los únicos testigos fieles de nuestra existencia. Nos transformamos juntos en materia inservible. Tienes razón. Siempre fuimos oscuros. Como tú dices, la bajeza estaba en nosotros, sólo era cuestión de tiempo para que saliera a flote.  Tú vienes porque soy la única que te conoce desde hace tanto tiempo. Sé como eras antes de que te convirtieras en esto tan podrido. Si me esfuerzo aún te visualizo corriendo a  mis brazos con la ilusión en la mirada y un anillo de compromiso barato en las manos. Vienes porque te recuerdo lo que un día fuiste. Yo te acojo porque me ofreces una especie de seguridad enfermiza. Cualquier otra relación es falsa. Por lo menos sé que tú eres real. No tengo a nadie más. En mi vida sólo tú eres tangible. Lo único que ha persistido.

Aquí estoy una vez más arrepentida. La mañana está nublada. Aún siento la agrura de tus besos y, ahora, la opresión de tu ausencia. Me juro no volver a permitir que te apoderes de mi existencia. Trato de oprimir los deseos de mantenerte a mi lado sólo unos instantes más. Me siento sola y te odio aún más. ¿Por qué tuvo que ser así? Tú regresas porque en mis ojos puedes reflejarte como añoras. Yo te recibo porque, aunque lo aborrezca, sé que nunca me vas dejar. Tal vez, esto es amor.

Etiquetado , , , ,

El quinto despertar de Minerva

Se descubrió mirando el atardecer detrás de unos enormes ventanales en un piso veintidós. No sintió miedo a pesar de que no entendía qué hacía desnuda en un departamento casi vacío y mirando un cielo de arco iris con consistencia de plasma. Parecía que en cualquier momento se iba a escurrir sobre una ciudad sórdida y gris. No recordaba otro atardecer ni otro cielo, mucho menos su cuerpo o el tono de su voz. Emitió un sonido lánguido desde su garganta virgen y sin entender el mecanismo, pronunció palabras cuyo significado conocía. Sus pensamientos eran imágenes desordenadas que aumentaban su confusión. Era su quinto nacimiento después de la maldición de la inmortalidad.

Un espinazo de frío le recorrió la espalda y miró a su alrededor para buscar abrigo. Encontró una manta azul turquesa y se cubrió con ella saboreando con cada poro de la piel la textura suave del algodón. Se quedó veinte minutos frente a la ventana, hipnotizada por la belleza de la muerte del día. De repente, las estrellas la salpicaron con un cansancio tan intenso que se quedó dormida sin querer. Soñó con paisajes, personas y circunstancias indescifrables. Despertó con la emoción de descubrir y revelar la verdad de un mundo totalmente nuevo y por lo tanto, excitante.

Pasó días enteros en un carrusel extremo de nuevas sensaciones. Comprendió que, por más que le explicara a la gente lo que ella apenas podía descifrar de su situación, las personas no la entendían y sólo la confundían más con sus preguntas sin repuesta. Entonces optó por vivir sin preocuparse por las razones. Fue una tarde lluviosa cuando se topó con esos ojos verdes. Se paralizó ante una mirada profunda que la envolvió completamente en una nube de vapor. Cualquier otra cosa parecía opaca ante la luz de ese hombre. “Minerva” le dijo una voz áspera que le hizo tiritar el cuerpo con una emoción totalmente diferente. Nunca nadie la había llamado por lo que desde ese momento sería su nombre.

Se descubre una y otra vez en situaciones extrañas, desnuda y en lugares incomprensibles. Nuevamente tiene que aprender a sobrevivir partiendo de la nada. Yo sigo sus pasos en todo momento, soy el único que sabe lo que le sucede. Hago lo necesario para que nadie sepa quien es y descubra nuestro secreto. Yo no la dejo en la misma vida más de dos meses. Es mi juguete y ella no lo sabe. Tampoco sospecha que al inhalar un gramo del polvo de su desintegración yo alargo mi encuentro con la muerte. Minerva es mi única diversión.

Siempre la dejo sola unos días. Yo sólo la observo en silencio con ansias locas de acercarme.  La amó y me encanta mirarla desenvolverse en lo desconocido. Me gusta como huele las frutas, cómo abre los ojos cuando se impresiona, cómo se asusta cuando algo la toma por sorpresa y cómo se conmueve con diversas situaciones que le arrancan sonrisas y lágrimas. Me impresiona su capacidad para sentir tan intenso, para emocionarse tanto. Me da un placer indescriptible su cara de confusión. No cabe duda que Minerva también explota mi sadismo. Ya me acostumbre a vivir con mi enfermedad mental, con mi obsesión de hundir mis dedos en su carne blanca.

¿Quién fuera ella para ser una niña eterna? Cuando la miro me pregunto en realidad qué es la niñez y afirmo que no es un estado físico, sino mental. La emoción de las primeras veces es el regalo de la vida para los niños, pero también para Minerva. Cualquiera que sepa lo que hago con ella, pensaría que soy cruel e infame. Sin embargo, yo estoy convencido que le estoy haciendo un favor, le estoy dando lo que una persona normal muere por tener y se frustra al no lograrlo: la emoción, la intensidad, la magnifica sensación de experimentar, las eternas primeras veces y el escape del arrepentimiento. Minerva no conoce el arrepentimiento porque nunca vive lo suficiente como para descubrir que algo hizo mal. Ella nunca se queda con las ganas de hacer algo porque no ha sido presa de los constreñimientos sociales. Nunca ha sido educada para actuar conforme a los absurdos preceptos morales. En su corta vida no se familiariza con los malditos “hubiera”. ¿Qué más puede pedir un ser humano que vivir apenas lo suficiente como para no perder la inocencia? Le estoy dando la libertad total.

Yo sigo vivo, pero envenenado por el arrepentimiento, la frustración y la insensibilidad. Ella es lo único que me emociona. Vivo a través de su ingenuidad y de su capacidad para disfrutar las cosas más simples de la vida. Sin mi niña- mujer no tendría caso mi existencia. Cómo aprender que ella es intocable, si siempre que el calor de otro cuerpo se queda en su piel por más de cinco minutos, se desintegra en mil diamantes molidos. En pocos minutos, del polvo traslúcido vuelve a formarse físicamente sin recordar nada, sin saber nada, como la primera vez.

En cada renacimiento hay cosas que no cambian. Recuerda cómo hablar, cómo caminar y sabe reconocer cuando tiene hambre y cuando tiene frío. Sabe para qué sirven las cosas y no se impresiona de los autos, los edificios, las llaves de agua. Sin embargo, no reconoce a las personas, no se acuerda de los sentimientos o de las conjeturas acerca de la vida. No recuerda las ideas que formuló en su corta vida pasada, ni las conclusiones que obtuvo de algún aspecto. Tiene que generar nuevas opiniones. Es curioso cómo ante los mismos estímulos, sus respuestas son iguales a las de su vida anterior. Su esencia, sus sentimientos, sus impulsos y sus deseos no cambian. Siempre se vuelve a enamorar de mí.

Así como disfruta de cada día cómo si fuera el último, también comete los mismos errores una y otra vez. Se vuelve a enamorar de mí. Yo la conquisto con las cosas que se que le gustarán y luego empezamos juntos el juego de la seducción. Se avienta al huracán de sentimientos sin ataduras, hasta que, presa de la necesidad de su espíritu por juntarse con el mío, me deja amarla. Así la mato.

Los racionalistas asegurarían que su existencia es una locura, pero lo irracional es confiar en el aprendizaje colectivo. Ella no sabe nada de historia. El año 3015 de su quinto renacimiento no significa nada. Tantas veces he escuchado “vive cada día cómo si fuera el último”, Minerva lo hace cómo si fuera el primero. El objetivo de ambas posiciones es la búsqueda de la intensidad. La diferencia es que Minerva no vive intenso por la incertidumbre de morirse al día siguiente, sino simplemente por la pasión de sentir. Su audacia es más real.

Las tardes lluviosas cargan una tonelada de nostalgia en el aire. Minerva tiene el alma romántica. Siempre busca inconscientemente las situaciones que fuerzan sus sentidos y la muerte por amor. Es por eso que escojo los recuerdos inexistentes inmersos en el olor a lluvia y en el gris del cielo para acercarme a ella por primera vez. La primera mirada marca el inicio de su muerte, tan lenta o rápida como a mí se me antoje. Me es difícil contener las ganas de tener su figura delgada en mis brazos y estrecharla con ternura hasta sentirla desvanecer. Es entonces cuando su mirada se vuelve tan vulnerable que le da un atractivo lascivo casi fatal. La bautizo en el nombre de la fuerza con la que nos vamos a querer: Minerva mi fuente de vida, Minerva mí víctima perfecta, Minerva mi diosa inmortal…

Etiquetado , ,