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Así fue Makola (porque esto es África)

makola marketAterricé a las cinco de la mañana en Accra, la capital de Ghana. No importa el grado de cansancio, África siempre sabe cómo despertarte. Me recibió un aire caliente con rastros de arena del Sahara, un marido adormilado y un chofer. La casa de huéspedes donde pasaré tres meses por razones de trabajo parece una combinación entre un manicomio y una prisión. Es un cuarto enorme con paredes blancas, un escritorio, una cama y una ventana con barrotes. Después de dormir un rato para recuperar sueño, desperté con una sola idea en la cabeza: ir a algún mercado a comprar unas cuantas cosas que hicieran mi nuevo espacio un poco más acogedor.
Cuando sentí mi pie hundirse en el lodo de la calle, el Mercado de Makola se tiró un clavado a mi interior. Música, pasos, cacareo, verduras, canastas, telas, semillas, humo, bocinas de autos, sudor, lloriqueo de niños. El olor de las hierbas y los fogones se confundía con el de la basura y el caño. Cundidas de elegancia, mujeres altísimas y esbeltas caminaban con enormes bultos sobre la cabeza. Contoneaban sus caderas de una manera casi imperceptible con la espalda completamente erguida y la mirada orgullosa. Un conjunto de niños chimuelos me jalaban de los pantalones para pedirme algo, cualquier cosa. Tenía que avanzar con el grito de ¡hey, White Lady! retumbando en mis oídos, proveniente de veinte voces diferentes. Era la intrusa perfecta.
makola 2Los ojos estaban en mí. Podía distinguir entre miradas amistosas y otras llenas de resentimiento. Me culpaban por crímenes que no cometí. Tantos años de explotación los obliga a juzgarme por el color de mi piel. ¿Quién soy yo para quejarme? No me queda más que entender, aceptar, maldecir y avanzar. Así, un poco intimidada, seguí caminando. En lugares más incómodos he estado, pensé, no voy a retroceder. Con una mueca amable y un manotazo sutil explicaba que no quería comprar. No pude evitar acongojarme ante su decepción. Cuando preguntaba por el costo de algún producto, el vendedor me daba el triple del precio real. Ya sé que así es como sucede. Soy hábil en el arte del regateo. Yo también quiero obtener un precio ¿justo? o por lo menos igual al de los demás.
Después de unas batallas ganadas y otras perdidas, Makola se suavizaba al ritmo de la tarde. Sin embargo, me tenía que topar con los ojos negros y profundos de aquella vendedora de pescado. Estaba sentada en el piso con un sombrero de palma en la cabeza, la mitad de sus grandes pechos al descubierto y el tedio de la miseria en su semblante. Tenía enfrente cuatro pescados que cuidaba sin ganas. Más que cansada y acalorada, estaba harta. Con una hoja de plátano espantaba a la moscas con la misma lentitud con la que las gotas de sudor resbalaban por su espalda. Pregunté cuánto costaba un pescado. Fingió no escucharme. Volví a preguntar. Me ofreció un vistazo duro. Tenía un lunar alrededor de la pupila. Se demoró en contestar. Nos miramos un rato. Ella me desafió y yo me volví a desorientar. Mi sonrisa congelada era ridícula. Parecía un insulto. Finalmente, me dio un precio desorbitante. Un pescado a punto de podrirse no cuesta 40 cedis. Exigí con voz temblorosa el precio real. La mujer aventó violentamente la hoja verde. Balbuceó en un inglés lioso: “ustedes los blancos, siempre quieren todo más barato y no entienden nada”. Me miró nuevamente, me insultó en Akan y escupió en mis pies un líquido espeso y amarillento. Ese gesto sí lo comprendí. Nunca me había sentido más avergonzada de regatear. Es verdad. Entiendo muy poco. No es por ser blanca, sino por ser humano y formar parte de una estructura injusta.

makola 3Mi alrededor se silenció. Estaba bajo el agua. Caminé (o nadé) hacia la salida sin comprar nada más. El sol se estaba metiendo. Cuando la luz anaranjada atravesó la bruma, un reggae repiqueteaba a lo lejos y, poco a poco, los sonidos y el movimiento volvieron a intensificarse. Salí de la angustia. Inhalé la primera bocanada de oxígeno como si brotara de un profundo clavado. Estás nuevamente en África, dije en voz baja y una carcajada se me escapó.

La casa de huéspedes parece una prisión, pero no requiero objetos para decorarla. Tengo un amor, una cama dura, un escritorio y un trabajo que me encanta. No necesito nada más. Si algo he aprendido después de todos estos cambios de morada es que el hogar lo hago yo.

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